Airados velocipedistas

La ley del péndulo afecta a cualquier actividad humana, En nuestra húmeda villa marinera existe últimamente una especie de culto a los ciclistas que, claramente ensoberbecidos, ya se erigen en propietarios de las vías públicas. Les fastidia todo: los peatones en las aceras, los paseantes en los paseos, los vehículos a motor en las calzadas, las terrazas hosteleras en las vías peatonales, los bancos de parques o plazoletas, es decir, cualquier elemento estático o en movimiento que no sean otras bicicletas. Pretenden que la ciudad se rinda a sus pedales sin atender a otras razones o a derechos de terceros. Pretenden convertirse en una especie de vacas sagradas a la hindú, que no pueden ser molestadas bajo ningún concepto.

Reconozcamos que no todos los velocipedistas son de esa clase, que los hay especialmente observante de las más elementales leyes de la convivencia, pero existen otros, generalmente aficionados a largar sus diatribas frente a los micrófonos de radios y televisiones o a propalar en los periódicos sus protestas o reivindicaciones: esos son los peores, porque hacen parecer a una mayoría aparentemente respetuosa en un colectivo especialmente agresivo y fastidioso para la convivencia. Y como en los medios nos ocupamos, como es de rigor, de sus cuitas, hay algunos de esos probos ciclistas que acaban creyéndoselo. Un ejemplo claro está en esos llamados carriles bici que, marcados sobre el suelo de zonas peatonales, indican por dónde les está permitido circular a pesar de ser zonas reservadas a los peatones, con la salvedad de que la prioridad es para estos últimos, no para los armados de hierros rodantes. A pesar de esta norma tan clara y de lo que la más mínima prudencia indica, hay pedalistas que enseguida llaman la atención y reprenden al viandante que camina por una de estas zonas en las que, recordemos, tiene prioridad, e incluso le lanzan feos improperios.

Pronto se limitará la velocidad de los vehículos a motor por nuestras calles, no más allá de los treinta kilómetros por hora, por lo que los ciclistas podrán circular más desahogadamente por las calzadas sin necesidad de ocupar carriles especialmente diseñados para ellos, tanto en vías peatonales como estrechando las calzadas. Los ayuntamientos, y el gijonés no se queda atrás, han decidido sembrar la ciudad de carriles bici, porque les da la sensación de que es una bonita acción que les ha de aportar votos o que mejora la convivencia en la ciudad. La población envejece y, de seguir la tendencia, habrá que habilitar carriles para sillas de ruedas. De momento, apeemos de la burra a esos furibundos propagandistas con su insoportable matraca ciclista.

«Pro canibus»

Por lo visto, queda patente que el Ayuntamiento de Gijón trata a los animales, en este caso perros y gatos, como simples semovientes, es decir, bienes muebles, sin tener en cuenta ni sus sentimientos ni su bienestar. De lo contrario, plantearía de otra forma las puntuaciones para la concesión de la llevanza del albergue de Serín en los pliegos correspondientes. Así estamos: pidiendo a favor de los animalinos, aunque sea con latinajo -para ver si puesto un poco raro llama más la atención a quien corresponda-. Quizá se nos diga que en Avilés o Mieres están todavía peor, pero como es natural no es consuelo ni mucho menos. Ya sabemos que la nueva ley para considerar a los animalinos algo más que simples semovientes se quedó en el limbo tras la disolución de las anteriores Cortes, pero ello no es óbice para que el ayuntamiento de nuestra villa marinera se tome más en serio el asunto.

De la tarea de la flamante concejala sin sueldo para mejorar la calidad de vida de las mascotas y si algo está preparando, lo hace de modo tan discreto, tan discreto, que nadie se ha enterado; en una ocasión dejó caer que no tenía pensado meterse en el asunto de cómo es de buena o de mala la actuación de la actual concesionaria, por lo que no se le ve la utilidad de su cargo. Lo que viene a decir es que a la primera autoridad el asunto le importa un pito y que a la concejala sobrante le dio sobre el papel esa tarea, como le podía haber encargado el sentido deambulatorio de los paseantes por el Muro de San Lorenzo y la frecuencia con la que le echan un vistazo al horizonte. Más bien parece que se le hizo el encargo de la salud animal porque la edil Saras es licenciada en biología, no por su especial preocupación por el bienestar de las mascotas. Eso sí, enseguida sacó a relucir la incomodidad de los orines de los cánidos y de la necesidad de obligar a los perrotenientes a pasear provistos de una botella de agua con la que aclarar la zona marcada por el can. Antiguamente, cuando los transportes se hacían a base de caballos, mulas, asnos o bueyes sí que había excrementos en las calles que, en las ciudades de cierto porte, se encargaban de limpiar empleados municipales. Aquellos animales de monta o de tiro no expulsaban CO2, por lo que no provocaban tan severas afecciones ambientales. Nos hemos hecho muy finos, menos para preocuparnos por una verdadera salud animal.

Lo que esto indica, además de la deficiente política en materia de las cada vez más abundantes mascotas que pueblan la villa, es el nulo interés de la alcaldesa por arreglar una situación que no es la mejor de las posibles: otra mancha en una gestión ya muy emborronada y gris.

Cabilderos

A nuestra villa y concejo le corresponde tener veintisiete concejales, ni uno más ni uno menos; así lo estipula el artículo 179 de Ley Orgánica de Régimen Electoral General. Pero en este pueblo nuestro son muchos los que se quieren constituir en el concejal número veintiocho, como ya se ha dicho acertadamente, y de entre todo ese cúmulo de aspirante destaca la autodenominada Federación de Asociaciones Vecinales, salsa de todos los guisos municipales cuando en realidad su representación es escasísima. Pero no sólo ellos, sino también multitud de asociaciones sectoriales que, según el asunto, quieren ponerse a votar y decidir como si hubieran sido elegidas en elecciones democráticas. A los gijoneses solamente los representan sus concejales elegidos democráticamente de forma libre, directa, secreta y pare usted de contar. Ya estuvo bien que aparezcan espontáneos con afán de mando y ansias de mandar y que encima lleguen exigiéndolo.

Aquí tenemos una primera autoridad y veintiséis ediles más, sanseacabó. Otra cosa es que haya grupos de influencia. Sería bueno que se abriera un registro de «lobbies» o grupos de cabildeo para que la ciudadanía sepa a qué intereses responde cada uno. Porque esa es otra, todos esos se disfrazan de puros e inmaculados independientes que pretenden como único fin el bien común, cuando ni uno de esos cabilderos responde a esa condición. Por eso, para ser aceptado siquiera como interlocutor ante el Ayuntamiento, este debería exigir estar inscrito en tal registro, en definitiva, una forma muy necesaria de la tan ansiada transparencia, porque lo que hay ahora es muy opaco. Mientras tanto, nada de admitir en reuniones o consejos a personas que no se sabe que llevan en la mochila ni aguantar presiones de cuatro gatos disfrazados de multitudes.

El fenómeno irá a más esta temporada porque, al estar tan fraccionada la Corporación, es muy fácil que estas formaciones caigan en la tentación de montarse grupitos disfrazados de asociaciones blancas como la nieve, deseosas de presionar a los munícipes o de colarse en órganos o consejos representativo para obtener por esta vía «non sancta» una representatividad mayor que aquella otorgada por el electorado.

Ya sabemos de su pasado glorioso en los tiempos del último franquismo y anteriores a las primeras elecciones democráticas, pero tienen que acostumbrarse a cambiar su papel. Como son escasos ya no vale que comparezcan como si detrás de sí llevaran una masa ciudadana considerable. Quédense en simples cabilderos, que es un papel social también digno y no engañen a nadie que eso está muy feo y merece un gran reproche social. Y el Consistorio, que lidere y establezca un registro en el que figuren, por un lado, con nombre y apellidos los lobistas y, por otro, a qué intereses políticos, entidades, asociaciones o empresas representan.

Verde y blanco

Cuando nació, cuando también lo hizo el parque de Isabel la católica, la llamaron avenida del general Perón; pero con la llegada de la democracia a los ayuntamientos, mutó al nombre por el que es conocida ahora, avenida del Molinón, porque, efectivamente termina frente a la grada Este del estadio municipal. Ahora le van a pegar un tijeretazo y la van a dejar en un simple caminito de servicio: lo demás lo destinan los gerifaltes a más parque. Estaría bien que a la estrecha vía a que quede reducida la sigan llamando a venida del Molinón, aun reducida a su mínima expresión. Y los próximos o los siguientes, que hagan lo que les dé la gana. Para los que de niños íbamos hasta el parque como quien iba a una fiesta, no estará de más que nos quede un resquicio de recuerdo de un pasado infantil más feliz. Pero, atención, no todo el mundo está conforme: han brotado integrantes de esas minoritarias asociaciones de vecinos y algún chigrero que protesta por la medida. Es raro, como si le tuvieran una rara inquina a la avenida de Torcuato Fernández Miranda. Hasta se preocupan por la Feria de Muestras, que no utilizaba ya esa calle como vía preferente de acceso desde hace años y que ha tenido que montar aparcamientos alejados algún kilómetro y provistos de buses lanzadera desde y hacia el recinto ferial; pero de lo que se trata, ya que estamos en esta en ocasiones airada villa marinera que tanto gusta de protestar al inicio e incluso antes de implantar cualquier iniciativa

Se llenan por estas fechas nuestras ciudades grandes y mediana de pistas de hielo y níveos toboganes deslizantes. Sucede de hace unos años acá y el fenómeno se parece a cuando a la gente le dio por poner un congelados o un videoclub: luego sólo tenemos que esperar hasta cuándo dura la moda esta.

A lo peor, el asunto se estabiliza y, así como importamos en su día el fenómeno de Papá Noel, tenemos pistas de hielo para rato. A los ayuntamientos les encanta formalizar contratos con feriantes de lo navideño que se marquen una de mercadillos o pistas heladas. Para los padres es toda una diversión: muchos se apuntan y alquilan unos patines junto a sus hijos y se arriesgan a pegarse un costalazo tremendo en las deslizantes pistas blancas como si fueran campeones del mundo de hockey sobre patines o campeones del mundo de patinaje artístico. Aquí, independientemente de la integridad física o el ridículo que cada uno pueda soportar, vale todo. Las pistas de hielo son como las baldosas: uniformizan nuestras ciudades. Antes por sus suelos eras capaz, más o menos, de identificar en dónde estabas. Ahora, miras al suelo y no sabes si estás en Magaluf, Plasencia o la Pola. Pues igual con las pistas blancas urbanas: hace unos años símbolos de distinción, ahora son una vulgaridad.

Belenes y noches al raso

Una asociación de belenistas lleva unos cuantos años montando su belén en el recinto municipal del Antiguo Instituto. Y estos días han montado otro porque, también al parecer los gobernantes municipales no les garantizan que lo puedan hacer el año próximo. A uno le agradan y gustan de alguno de estas representaciones en miniatura, como de niño disfrutaba de uno que ponían en el Sanatorio Marítimo o se iba hasta la Pola a contemplar otro primorosamente instalado. Otra cosa es que, siendo como son la expresión de una confesión religiosa en particular, se hayan de colocar en una instalación pública: los fervorines místicos son propios de otros lugares, a no ser que los primores artesanos se conviertan en una obra artística que merezca figurar en un museo, sea este público o privado. Por ejemplo, hay en Valencia un museo dedicado a los soldaditos de plomo en el que se recrean escenas bélicas de todos los tiempos y también está repleto de vitrinas con figurillas primorosamente realizadas. Volviendo al asunto de los belenistas es lógico que quieran montar su belén, pero que lo hagan fuera de instalaciones del ayuntamiento o de cualquiera otra administración pública. Será un placer contemplar el resultado de su trabajo y del cariño que ponen en él, pero en el lugar en el que deben estar.

Unas cuantas entidades se han preocupado en contar las personas que en nuestra feliz y despreocupada villa marinera duermen en la calle. El resultado fue un titular: ciento cuarenta y dos y, de ellas, setenta y ocho lo hacen al raso. Luego ya es cuando vienen los señores concejales contando cuentos chinos de la necesidad de rentas sociales, empresas municipales de vivienda y demás fruslería. Habrá quien lo considere como un porcentaje y le saldrá un cero coma cero y dirá que son pocos y lo bien que funcionan los sistemas de protección. Con perdón, a mí se me hacen muchos, demasiados y queda el sentimiento de que algo falla. Y si no lo hacen más es porque hay instituciones de caridad que acogen a muchas personas. Puede haber algún caso suelto de personas que prefieran tal modo de vida, pero no llegarán a la media docena, el resto es porque no encuentra solución de cobijo nocturno. Tenemos un fallo como sociedad y los gestores de la vida ciudadana son los responsables primeros de esa situación y si con sus burocracias se levanta algún impedimento para corregir la situación, su deber es levantar esas barreras invisibles o ignotas por ahora para que la situación cambie.