¡Ay, que cae la nieve!

Cae la nieve -Adamo cantaba en francés «Tombe la neige»- y por aquí nos asombramos y nos llama la atención, como si fuera una novedad y como si no supiéramos de siempre que el blanco meteoro, además de `proporcionar bonitas fotos y ser la ilusión de los niños que con ella juegan, representa una molestia para la movilidad y el suministro de servicios básicos. Hemos podido escuchar en las radios a vecinos de zonas apartadas y montañosas en nuestra provincia amargas quejas sobre, por ejemplo, la interrupción del suministro eléctrico o a conductores y viajeros del tren acerca de la lentitud con que se producen los viajes. Es normal y pasa en todos los sitios en donde nieva y en donde no lo hace tienen, sin ir más lejos, su temporada de huracanes. Escuché a un señor quejarse de que parece mentira que estas cosas sucedan en pleno siglo XXI.

Pero es que nuestras construcciones e infraestructuras tienen una resistencia limitada frente al poder de la naturaleza. Nos llama la atención cuando nos sucede a nosotros, pero no nos llama tanto la atención cuando sucede en poblaciones situadas en otro continente o a miles de kilómetros en el nuestro, se quedan aislados, sin suministros de servicios, con aeropuertos cerrados, carreteras cortadas y trenes parados, pero son unos segundos de telediario. Y sucede en países que reputamos tecnológicamente por encima del nuestro y que, además, sufren estos fenómenos indefectiblemente todos los años. No, lo que sucede es que aquí nos hemos vuelto tan acomodaticios y quejicas que nos hemos creído que las administraciones públicas tienen que generar hasta mágicos poderes frente a los elementos, que para eso pagamos nuestros impuestos. Bien es cierto que muchos gestores públicos vienen a insinuar que los tienen y a nosotros nos gusta creerlo, aunque sepamos que es imposible. Luego, cae la nieve, aparecen los inconvenientes y nos enfadamos con las autoridades porque no han logrado detener sus efectos: es el conocido efecto resumido al itálico modo en el famoso «piove; porco governo!»

A la primera autoridad municipal de nuestra populosa villa marinera y a su reducido grupo de concejales le está cayendo una copiosa nevada encima: sin presupuestos y con todas las vergüenzas y sus numerosos fallos al aire es imposible que contengan la marea de su caída por el sumidero del descrédito político y social. La culpa de que los pongan bajo la lupa por haberse propasado en el gasto es, cómo no, de la renta social: la culpa es de los pobres, no de su mala gestión de años al no haber logrado cumplir con el nivel de gasto presupupuestado cada año. Ya la aplicada cirujana ha dado un poco marcha atrás y, en lugar de hablar de supresión de la renta social, ensaya un «habrá que disminuir la cantidad dedicada». No. Lo que tienen que hacer es aprender a rematar las obras en tiempo y forma; cumplir con sus compromisos de inversión social cada ejercicio; limitar los gastos desmesurados y propasados inveteradamente de alguna empresa pública como Divertia, sin necesidad de salir cada poco en su rescate con nuevas aportaciones dinerarias o, por fin, trocar la torpe gestión en general del Ayuntamiento con una cierta habilidad en satisfactoria, que todos estos años han tenido tiempo para aprender. Lo demás es puro cinismo hasta con un punto de maldad.