El día sin coche

Se prevé que dentro de una semana se celebrará -es una forma imprecisa de decirlo- en nuestra populosa villa marinera el denominado «Día sin coches», una iniciativa que tiene lugar una vez al año desde hace unos cuantos. La guasa es que el ayuntamiento de nuestro pueblo cerrará al tráfico el Muro y media docena de calles. Nada extraordinario si tenemos en cuenta la cantidad de veces que se hace lo mismo con motivo de pruebas deportivas y otros festejos, con lo cual, la iniciativa se convierte en una especie de esta vez porque sí, más que en un motivo para que la población tome nota de que el abuso del automóvil es perjudicial para el medioambiente. Impedir el tráfico de vehículos en un paseo y otras seis vías es, por tanto, algo tan cotidiano que no parece que sea capaz de remover la conciencia de nadie.

Sin ir más lejos, todos los jueves, este Ayuntamiento de coalición entre Foro y la Corriente Sindical provoca unas tardes de lío automovilístico de campeonato al cerrar una céntrica calle por el problema de cinco honrados trabajadores que han perdido su trabajo en un cambio de empresa contratista al no ser subrogados en la nueva. Parece excesiva la molestia ciudadana para la cantidad de afectados. Pero como los afectados están inscritos en el sindicatos que cogobierna la ciudad con la gente de Álvarez-Cascos, las autoridades municipales consienten en que una mayoría del público se chinche. A todo se acostumbra uno y los jueves, a la hora de la protesta, la mayoría de los conductores, ya avisados -y no digamos los taxistas y otros profesionales el transporte- ya resignados se aplican a realizar los correspondientes recorridos alternativos.Un verdadero «Día sin coches» en nuestro pueblo significaría cerrar toda la ciudad durante un día, salvo los servicios de seguridad, emergencias, sanitarios y transportes públicos colectivos, naturalmente, permitiendo únicamente los vehículos eléctricos. Eso sí serviría para que tomáramos clara conciencia del llamamiento. Lo otro, es simple y vulgar rutina, como un ensayo de un fin de semana cualquiera con un evento callejero de los que tanto abundan para hacernos la vida un poco más imposible.

Los PP JJ (padres jesuitas) se muestran remisos a devolver lo que un reducido grupo de fans han dado en llamar los «tesoros» de la Iglesiona, consistentes en un sagrario plateado y un Cristo del escultor catalán Miguel Blay y Fábregas. Cada uno elige su causa predilecta y a estos aficionados les ha dado por meterse en pías beaterías para rescatar de las manos jesuíticas sus imponentes tesoros que, por cierto, se fueron de la ciudad fruto de un contrato de compraventa entre el arzobispado ovetense y los hijos de San Ignacio. Pero ellos, sin desmayo ni desánimo, erre que erre en el empeño del rescate. Hace falta ser un conocedor profundo del provinciano mundo beato católico, pero da la sensación de que, si por ellos fuera, resucitarían de nuevo al papa Clemente XIV para que disolviera de nuevo a la institución jesuítica y de esta forma recuperar su anillo, digo, su tesoro. El ocio engendra aberraciones dispares y curiosas.

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