Bandera roja

A los que nos criaron en la playa, no nos extraña que exista algún cenutrio que, a pesar de la indicación de la bandera roja que señala la prohibición de introducirse en la mar salada, insista en pegarse un baño. En este Cantábrico nuestro, es precisamente en los días soleados cuando el estado de las aguas impide el chapuzón. Entonces era cuando, de vez en cuando, escuchábamos el sonido apremiante de los silbatos de los socorristas y sus gestos para que el bañista despistado o desobediente volviese a la orilla. Este fin de semana recién pasado tocó uno de esos días bonitos con bandera roja en nuestras playas: la mar no estaba para bromas, pero abundaron los rebeldes a las indicaciones de los encargados de los servicios de salvamento. De hecho, de un tiempo acá, cada año abundan más los imprudentes que a su ignorancia suman la insolencia y desprecian, e incluso en ocasiones insultan, a los socorristas, precisamente los encargados de la seguridad de los bañistas. Se comprende la ignorancia de los no habituados que no conozcan las señales de advertencia -la bandera roja-, pero no existe disculpa posible cuando los del salvamento realizan la oportuna advertencia. Esta rebeldía es síntoma de algo, aparte de la simple tontuna, e indica un exceso de ignorante soberbia por parte de un número significativo de ciudadanos que se creen saberlo todo. Tiene todo el sentido del mundo, entonces, que los ayuntamientos, a la vista del fenómeno, prevean en su normativa la imposición de sanciones a los desahogados que se ponen en peligro de convertirse en ahogados. En nuestro pueblo, esta populosa y playera villa marinera, existen abundantes arenales, socorristas suficientes, agentes de la autoridad y están previstas importantes sanciones para los que desatiendan las indicaciones y advertencias. Pues que se las apliquen con el rigor que sea menester, al fin y al cabo no sólo ponen en riesgo su integridad, sino la de aquellos que tienen la obligación de zambullirse en caso de percance para rescatarlos.

No hay bandera roja que valga, sin embargo, para la orgía de ruido, de contaminación acústica, que son las fiestas del pueblo. Es un no parar desagradable que la repetición año tras año, fin de semana tras fin de semana, al que no termina por acostumbrarse la gente cabal y tranquila. Es un mal de nuestra sociedad este que exige juntarse muchos miembros de la especie y frotarse unos con otros entre grandes ruidos. A eso se le llama diversión, entretenimiento, pasarlo bien. En realidad es muestra de una de las graves debilidades de la especie. Del mismo tipo de debilidades que hace que muchos se vistan «a la moda» es decir de forma uniforme, todos muy parecidos y que entronca con ese tremendo complejo que ya entronca con los turbios complejos infantiles de parecerse lo más posible a los demás. Sí, el ruido, en definitiva, es una de las muestras de gregarismo de la especie que a sus integrantes más independientes pueden molestar e incluso espantar. Y es cosa común en toda comunidad humana que se precie. Por eso, además, es tan ridículo que intente ser ensalzada en algunos lugares, como sucede en nuestro pequeño balcón colgado sobre el Cantábrico, como una llamativa peculiaridad.

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