Ligeras confusiones

Un error en el que caen numerosos chigreros y demás hosteleros es el de creer que los festejos se hacen para mejor rendimiento de sus negocios. Están muy equivocados, naturalmente, porque los ayuntamientos organizan los festejos para todos los ciudadanos, como realizan el resto de los servicios. Así, tanto unos fuegos artificiales son para el disfrute y contemplación general, como si se monta un tenderete con un grupo musical. Pero los chigreros, a la voz de «nosotros pagamos nuestros impuestos», como si los fruteros, los peluqueros, los zapateros o los asesores fiscales no lo hicieran, pretenden que los consistorios deben poner las fiestas para que se venda una mayor cantidad de copas. Es una confusión que debemos soportar porque, fundamentándose en ella, realizan críticas ácidas o presionan sin cuento. Aquí, en nuestra populosa villa marinera, por ejemplo, un grupo de osados chigreros pretendían organizar una verbena con amplia barraca expendedora de alcoholes y tenderete con música fuertemente amplificada en pleno centro, en el solar del plan de vías, llamado «del Tren de la Libertad». Son prácticamente cuatro los atrevidos que ya lo hicieron el pasado año en tal lugar con graves molestias al vecindario en general por los ruidos generados y que este año pretendían lo mismo, al rebufo del festival de la manzana, con la peregrina disculpa de montar una «fiesta de prau». ¿Concilia lo campestre con el más denso núcleo urbano? Es obvio que no y no lo es menos que el atrevimiento, provocado por la codicia, impide cualquier sentido del ridículo.

Acertó el concejal del circo y los populares regocijos en no pasar por el aro, pero, a modo de compensación, comete un error garrafal al manifestar que para hacer otra Semana Grande necesita más dinero. La confusión de Jesús Martínez reside en que hacer otros festejos simplemente es hacer otras cosas y que estas se pueden hacer con el mismo presupuesto sin aumentar los recursos. Lo que se necesita es conocimiento, imaginación y capacidad de asumir riesgos. Mal gestor es el que se limita a pedir más recursos sin saber muy bien para qué los necesita.

Pero no solo da la sensación de que por aquí son los de Foro los que han perdido el oremus, aunque simplemente un recorrido bajo los arcos de la calle del Marqués de San Esteban sea suficiente para darse cuenta de en manos de quien están las cosas comunes. Por la parte de la leal oposición hay otros que han emprendido el camino de la más desaforada chifladura política: los de IU piden que el fiscal investigue unas pintadas islamófobas. Han pasado de probos defensores de la laicidad a defensores del islam ¿O, como si se tratara de un relato de Guareschi, sólo es cosa de algún Pepone poscomunista para fastidiar a algún cura a lo don Camilo? Aquí parece que se ha vuelto loca otra brújula. Cuando nos referimos a la laicidad de las administraciones estábamos en el consenso que nos referíamos a todas las religiones no en particular a la mayoritaria en España. Tan poco conveniente para la buena marcha de las cosas es el cristianismo como el islamismo, el sintoísmo o el budismo en sus múltiples advocaciones. Pero en el IU de Gijón parecen haberlo olvidado.

Otra tomadura de pelo

Montar el circo festivo de nuestra populosa villa marinera cuesta un pico y al concejal de la cosa, Jesús Martínez, le falta un cuarto de milloncejo de euros para llegar a fin de año. Amenaza el hombre con que si no le aprueba el próximo pleno edilicio la ampliación dineraria, tendrá que hacer recorte en el último trimestre. Pues que los haga: así ganamos en algo menos de ruido. Seguro que le aprieta las tuercas a los del cine y pone unos romanos menos en la cabalgata de los reyes magos, aunque esa, a lo mejor libra, porque ya es del año que viene. Lo de Divertia se demuestra que ha sido una mala idea: no se ha ahorrado nada, hemos ganado disgustos y mezclado churras con merinas. Se ha convertido el Jardín Botánico en plataforma de espectáculo y, para colmo, se presume de ello. Tampoco se ha adelgazado la estructura de personal porque las diversas instalaciones que se aglomeraron siguen todas en funcionamiento. Y si, para colmo, al frente se pone un concejal de corrientes luces, tenemos por delante un panorama desolador.

Este nuestro es un ayuntamiento en el que cada año se incumple el presupuesto y, en clara tomadura de pelo, falta dinero para la sociedad de festejos y turismo y un departamento para las cuestiones de los servicios sociales en las que sobra el dinero. Eso es una indignidad que debería ser más tenida en cuenta por la ciudadanía toda de nuestro pueblo. Es tratar al conjunto de sus habitantes como menores de edad: toma espectáculos y los que están más fastidiados que se vayan arreglando, al igual que, por otro lado, prácticamente se ha laminado todo rastro de política cultural coherente con escasas ayudas a los creadores, fondos artísticos almacenados sin exhibir, contados por miles de piezas y sin saber qué hacer con el edificio de la antigua tabacalera sin un propósito claro todavía y muy es de temer que termine el mandato y sigamos igual.

Está claro que esta geste pequeña que gobierna el consistorio no alcanza para pensar en futuro de ciudad, ni tan siquiera a un corto plazo, pero se las arregla para pergeñar maldades como esta de presumir de grandes festejos, que luego no dejan de ser una mediocridad, con medidos y ajustados recursos para luego ir mendigando ampliaciones de manteca bajo el político chantaje de no celebrar ciertas actividades programadas. En algún momento habrá que darles el alto y decirles rotundamente que no. Estamos a mitad de mandato; es el momento justo, visto y comprobado el proceder anterior, para tascar el freno y proclamar que todo el monte no es orégano y que queda una oposición, sensata y mayoritaria, que no está dispuesta a ciertos trágalas. La dignidad de la ciudad y, sobre todo, el de los más desfavorecidos de sus ciudadanos, lo exige, para que esta alegre pandilla de personajes carentes de ideología, de sentido común y de respeto no continúen riéndose a costa de todos.

Pura rutina veraniega

Ya hemos adelantado algo: se han terminado los toros, se ha terminado la llamada semana grande -que no pasa de ser una concentración, más bien desgraciada de espectáculos-, se han tirado los petardos que algún cachondo años ha tuvo la ocurrencia de bautizar como «restallón» y se han dispatrado los fuegos artificiales de la víspera de Begoña: han sido anodinos, vulgares, faltos de imaginación, tal como nos tiene acostumbrados la pirotecnia que desde hace unos años contrata el ayuntamiento y cuyo único mérito «artístico» es que está radicada en Asturias, lo que no deja de ser un síntoma de provincianismo palmario. Todo pueblo tiene sus fuegos artificiales, pero en nuestra populosa villa marinera nos ha dado por decir que son algo especial, nunca visto, espectáculo inenarrable y hasta mágicos, cuando son exactamente lo mismo, y en muchos casos peores, que los disparados en cientos de lugares de la España veraniega. Pero, en fin, si nos sirve de consuelo o para venirnos arriba, bienvenidos sean. Pero no hagamos el ridículo y dejemos las cosas en su sitio: ni magia ni paparruchas: fuegos artificiales corrientes y molientes y pare usted de contar, demasiada literatura laudatoria en torno a ellos no deja de ser una vulgaridad y, si son de andar por casa como los del otro día, más ridículo todavía. ¿Qué va mucha gente? Como en todas partes: las noches de verano están para eso, para salir a la fresca y si hay algo que ver gratis, pues bendita sea. No vamos a negar a cada cual que se sienta orgulloso de las fiestas de su pueblo, pero nada más. Los mandamases municipales es normal que intenten magnificar aquello que organizan. Y durante años, en aquel Gijón de la postergación, aquel que salía desmigado del tardo franquismo y entraba en un nuevo tiempo, fue un acierto de los democráticos nuevos concejales gobernantes vender unos festejos populares como si fueran la monda. Tan es así que, de tanto repetirlo, durante unos pocos años fueron de verdad la monda, pero llevamos unos años que, salvo por el tamaño, no se diferencian mucho de, pongamos, los de Villaconejos. Todo pueblo merece sus fiestas, el nuestro las tiene y punto, pero sin grandes loas. Dejémoslo en algo aseadito.

Nos queda la recta final del final de la Feria de Muestras y el concurso de saltos de caballos. En un momento se acaba el ruido y el bullicio, que ya bajará mucho estos días. Pero algo quedará: lo de la sidra y los coletazos septembrinos del barrio alto y a por el otoño reparador.

Nos quedan por escuchar las quejas de los chigreros por las lluvias caídas que espantaron a mucha clientela, las estadísticas que hablarán de una más que aceptable ocupación hotelera a la par que, indefectiblemente, los lamentos de algunos hospederos. Se cumplirán todas las liturgias: los poderes municipales a decir que esto fue lo nunca visto y los dueños de negocios a rezongar porque hubo poco verano. Otra temporada más al coleto en el pueblo. Y tan contentos.

¡Ay, tápame, tápame!

Allá cuando el franquismo acababa de iniciar el nacional-catolicismo apareció una revista semanal de humor. Se llamaba «La Codorniz» y salía con el subtítulo «La revista más audaz para el lector más inteligente». Alguna vez fue secuestrada por las autoridades del momento. De aquella, se llevaba mucho escribir y criticar entre líneas, pero muy entre líneas. Entre chistes, viñetas, artículos humorísticos, destacaba una sección llamada «la cárcel de papel», a la que se enviaba figuradamente a personas o entidades por hechos que se consideraban poco edificantes. Todo con el natural cuidado de no excitar a la censura. En aquel tiempo, estaba permitida la crítica política sólo hasta el nivel municipal, por lo que muchos alcaldes eran puestos en solfa. Una semana mandaron a la cárcel de papel al alcalde de Gijón por mandar a los perros a la cámara de gas. La cosa era que el lacero municipal se deshacía de los perros recogidos mediante aquel sistema. En la ciudad hubo muchas risas con aquello. Por eso no es nuevo que, por estas fechas, el resto de España se haga unas risas a costa del Ayuntamiento gijonés y sus mandamases debido al asunto de los bañadores de las empleadas del servicio de salvamento y haberles supuestamente recomendado colocarse un pantalón para cubrir su trasero y que así los mirones -los eternos mirones de barandilla, ahora armados de telefonillos con cámara- no fotografíen a las socorristas de popa.

Hay que ser cortitos. Como si el problema estuviera en las integrantes del equipo playero de salvamento y no en las mentes calenturientas de los mirones y fotografiadores. Para variar, nuestros responsables municipales han metido la pata de nuevo y andan en el intento de sacarla sin que se les note mucho; pero llegan tarde: ya están en la cárcel de papel y ya han sido objeto de la mofa y la befa de los medios de comunicación al haber confundido los términos. Esa recomendación, de indudables tintes machistas, para que cubrieran con un pantalón su reglamentario bañador, no diferente de los utilizados, por ejemplo, en competición, es de una tal ridiculez y, por qué no decirlo, de falta de respeto hacia las mujeres socorristas gijonesas que merece algo más que unas chanzas.

El asunto del bañador de las socorristas es otro síntoma más de la descomposición política y administrativa de este desnortado grupo municipal. Los demás grupos han entendido a la primera la sustancia de la cuestión y han salido en tromba para poner los puntos sobre la íes: el problema no es de que se enseñe una cantidad mayor o menor de piel, el problema es de quien mira y de quien reproduce en la redes sociales las fotos con intención lúbrica, ofensiva o de maltraído humor, por lo que no hay nada que recomendar a las socorristas. Entonces, los de Foro se suman al coro, como si horas antes no hubieran metido la pata. No se sabe ciertamente de quién partió la recomendación, pero fue un fallo garrafal y una ofensa innecesaria. Una muesca más en una gris hoja de servicios a la villa y su concejo.

Bandera roja

A los que nos criaron en la playa, no nos extraña que exista algún cenutrio que, a pesar de la indicación de la bandera roja que señala la prohibición de introducirse en la mar salada, insista en pegarse un baño. En este Cantábrico nuestro, es precisamente en los días soleados cuando el estado de las aguas impide el chapuzón. Entonces era cuando, de vez en cuando, escuchábamos el sonido apremiante de los silbatos de los socorristas y sus gestos para que el bañista despistado o desobediente volviese a la orilla. Este fin de semana recién pasado tocó uno de esos días bonitos con bandera roja en nuestras playas: la mar no estaba para bromas, pero abundaron los rebeldes a las indicaciones de los encargados de los servicios de salvamento. De hecho, de un tiempo acá, cada año abundan más los imprudentes que a su ignorancia suman la insolencia y desprecian, e incluso en ocasiones insultan, a los socorristas, precisamente los encargados de la seguridad de los bañistas. Se comprende la ignorancia de los no habituados que no conozcan las señales de advertencia -la bandera roja-, pero no existe disculpa posible cuando los del salvamento realizan la oportuna advertencia. Esta rebeldía es síntoma de algo, aparte de la simple tontuna, e indica un exceso de ignorante soberbia por parte de un número significativo de ciudadanos que se creen saberlo todo. Tiene todo el sentido del mundo, entonces, que los ayuntamientos, a la vista del fenómeno, prevean en su normativa la imposición de sanciones a los desahogados que se ponen en peligro de convertirse en ahogados. En nuestro pueblo, esta populosa y playera villa marinera, existen abundantes arenales, socorristas suficientes, agentes de la autoridad y están previstas importantes sanciones para los que desatiendan las indicaciones y advertencias. Pues que se las apliquen con el rigor que sea menester, al fin y al cabo no sólo ponen en riesgo su integridad, sino la de aquellos que tienen la obligación de zambullirse en caso de percance para rescatarlos.

No hay bandera roja que valga, sin embargo, para la orgía de ruido, de contaminación acústica, que son las fiestas del pueblo. Es un no parar desagradable que la repetición año tras año, fin de semana tras fin de semana, al que no termina por acostumbrarse la gente cabal y tranquila. Es un mal de nuestra sociedad este que exige juntarse muchos miembros de la especie y frotarse unos con otros entre grandes ruidos. A eso se le llama diversión, entretenimiento, pasarlo bien. En realidad es muestra de una de las graves debilidades de la especie. Del mismo tipo de debilidades que hace que muchos se vistan «a la moda» es decir de forma uniforme, todos muy parecidos y que entronca con ese tremendo complejo que ya entronca con los turbios complejos infantiles de parecerse lo más posible a los demás. Sí, el ruido, en definitiva, es una de las muestras de gregarismo de la especie que a sus integrantes más independientes pueden molestar e incluso espantar. Y es cosa común en toda comunidad humana que se precie. Por eso, además, es tan ridículo que intente ser ensalzada en algunos lugares, como sucede en nuestro pequeño balcón colgado sobre el Cantábrico, como una llamativa peculiaridad.