Treinta semanas ya

Ya está encima la «Semana negra». Y van treinta ediciones. Con su veteranía y, por tanto, con su sabiduría de gran festival y sus achaques de organización con sus vicios adquiridos a lo largo del tiempo. Pero que nadie le quiete su excelencia a la cita cultural y festiva. Un día, hace muchos, muchos años, cuando el festival no había cumplido un lustro, me dijo en un «off de record» muy ufano un concejal -en teoría y oficialmente a favor de «la negra»- que «aquello» no se trataba de una idea, tan sólo de una ocurrencia. De aquella, grandes actuaciones de rutilantes nombres se enseñoreaban de los veranos en esta populosa villa marinera.

Pocos nombres quedan en la organización festivalera de los primeros inicios, pero algunos resisten al paso del tiempo. Se han producido bajas irreparables entre algunos de los invitados que a lo largo del tiempo figuraron en los listados de asistentes y han surgido nuevos valores que son la savia nueva que alimenta el árbol de un acontecimiento especial en la ciudad. Treinta ediciones dan para muchos recuerdos, para un acúmulo de sensaciones contradictorias, pero en su conjunto muy positivas.

Haber estado implicado en diferentes etapas y con diversos cometidos en la organización del festival me ha dejado imborrables impresiones, algunas de ellas muy íntimas y que por ello son privativas de quedar guardadas a buen recaudo en el arcón de la memoria, pero nada m más que ahí. Otras, probablemente para algunos insignificantes pueden contarse.

Mi lugar favorito de la «Semana negra» no son las charlas o conferencias, ni las exposiciones, ni la feria del libro ni los puestos de churros y golosinas, ni las atracciones de feria. Mi sitio preferido es la terraza del hotel Don Manuel, en donde autores, periodistas, editores, organizadores y demás fauna semanera se reúnen en sesiones de mañana y noche. Es en esa mezcla donde aparece la magia, donde brotan las confidencias, donde se verbalizan esquemas de proyectos, donde se analizan las novedades literarias, donde palpita la esencia de la semana y el lugar en donde caen las máscaras y cada cual acaba apareciendo como lo que verdaderamente es.

Este invierno pasado el Don Manuel acometió uno de sus periódicos y necesarios procesos de mantenimiento y sus propietarios -excelentes personas- tuvieron la feliz ocurrencia de colocar una vitrina en medio de la recepción con una muestra nutrida de los diferentes «rufos», la figurilla de Quique Herrero que cada año, siempre diferente, hace las veces de mascota semanera: cada año con una intención, con una feliz ocurrencia. El día en que se presentaron en sociedad las obras de remodelación terminadas, me encontré con la vitrina repleta de las emblemáticas figuras y, no me da ninguna vergüenza reconocerlo me llenó de una íntima satisfacción: la de haber tenido la oportunidad de ser parte de aquella historia durante unos cuantos años. Treinta ediciones ya es para sentirse orgullosos de un festival como la «Semana negra» y de nuestro pueblo, lugar en donde nació y en el que cada mes de julio brota de nuevo durante diez días.

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