Diversiones desgraciadas

Se han terminado los ruidos propios de los festejos carnavalescos y nuestra populosa villa marinera vuelve a su tradicional y generalizado mal gusto de siempre, sin necesidad de aditamentos ridículos y disfraces impropios de personas mayores hechas y derechas. Deberían estar proscritos a partir de ciertas edades: un niño disfrazado de pantera rosa queda divertido y hasta entrañable. El mismo disfraz puesto sobre el padre del niño queda estrafalario. Unos cuantos centenares disfrazados son una marea de desenfrenada e infeliz ausencia de sentido de lo que es propio e impropio. Si por lo menos la mayoría de los atuendos con que el público tiene a bien ataviarse fueran imaginativos o estuvieran bien confeccionados podríamos incluso mirar hacia otro lado y echar pelillos a la mar, pero esas murgas y charangas, por mucha ilusión que sus integrantes le pongan, resultan en gran parte patéticas. Y luego están los que confunden estas latitudes atlánticas con los trópicos y se deslizan en lamentables remedos de sambas brasileñas con sus pitos y sus horrísonos tambores. Se nos dirá que todos los años repetimos lo mismo y hasta algún fanático deslizará algún insulto porque considera su mal gusto un derecho fundamental más y una falta de respeto criticarlo. El derecho es innegable que existe, pero quien sale a la calle disfrazado de rana Gustavo o armado de tambor retumbante tiene el deber de soportar que se ponga en solfa su afición por parte de quienes no participan de sus peculiares y extemporáneas preferencias en materia de diversión. Pero ya pasó, un año más. La sociedad municipal para los regocijos populares ya cumplió su anual rito, con la ayuda inestimable de los medios de comunicación -«nostra culpa»-, y proclama la gran imaginación, originalidad, colorido y diversión en un desfile más bien falto de cualquiera de estas cualidades.

La gente, generalmente joven, que sale de noche los fines de semana, tiende a creer que en tales días y a esas tardías horas todo el mundo está en la calle y que son escasas las personas que están en sus casas. Se equivocan, claro, son muchas más las personas que permanecen en sus casas y no se tiran a las calles. Un indicador significativo es el consumo de televisión que no desciende, ni mucho menos, en las noches de los fines de semana, sino más bien lo contrario. Pues con los carnavales pasa lo mismo: da la sensación de que todo el mundo se lanza a la calle ataviado de forma más bien ridícula y se suma a unos festejos que reputan como irresistibles.

Pues no. Son muchos más los que detestan o soportan mansa o estoicamente semejantes desenfrenos que, si por lo menos, sirvieran para aumentar el número de forasteros que nos visitan tendrían alguna disculpa. Pero esa es otra: tendemos a creer, en nuestro grandonismo, que estas fiestas de invierno son en nuestra villa lo nunca visto y hasta los hay tan atrevidos que osan mentar ciudades como Cádiz o las capitales canarias. Pues no, son más bien mediocres y poco conocidos fuera de nuestro restringido entorno cercano. El que se haga día de fiesta local el martes de carnaval no aumenta desgraciadamente su fama. Tuvo su sentido durante los primeros años de recuperación democrática, pero poco más. Ahora se han convertido en algo rutinario, destinado a una minoría ciudadana que detrae recursos públicos de otras partidas en donde más se necesitan.

Lo dedicado, poco o mucho a la organización carnavalesca tiene más sentido aplicarlo a otro tipo de actividades culturales más dejadas de lado y que no merecen la atención consistorial que precisan. El que quiera tocar el bombo y el tambor que alquile un local, insonorizado o aislado de núcleos habitados y que allí atorre a dolor hasta que se rompa los tímpanos, si así lo prefiere y que contrate un seguro para que, de haber estropicios físicos por causa de la actividad, no se carguen los gastos de las reparaciones a los servicios públicos de salud.

Una mal entendida atención de lo público impele a los ediles a organizar lo que en tiempos fue un respiro, pero que hoy día -y desde hace por lo menos veinticinco años- no tiene sentido que merezca ni un euro de gasto municipal.