Actividades demediadas

Un verano de aquellos setenta del XX, los periódicos publicaron algunos reportajes con la ocurrencia de un ciudadano para terminar con el problema de la proliferación de las ratas, porque aquel fue un verano en el que se llevó mucho hablar de la gran cantidad de dichos roedores que cohabitaban con los humanos en nuestras urbes. Recordarán los más veteranos cómo durante aquellos tiempos se expendían los detergentes en polvo: envasados en grandes botes de cartón. De aquella, una marca que nos recordaba al descubridor de América, se anunciaba en la única televisión existente entonces mediante un hombre totalmente vestido de blanco. Pero volvamos al ocurrente exterminador de plagas. Su propuesta era que un día determinado, todos, a la misma hora, siguiendo las instrucciones de las autoridades, en cada hogar se vaciase completo el detergente de un enorme bote de aquellos. La cosa era que en los sumideros y cloacas se formaría tal cantidad de espuma que, de golpe, ahogaría a todas las ratas que proliferaban en las cloacas. Era verano, ya digo, y en esta estación casi todo vale a falta de otros sujetos de la actualidad.

Por ejemplo, aquí en nuestro pueblo, nos ha tocado hablar del entusiasmo generado por medio festival aéreo y de la gran cantidad de personal que ocupaba el arco de la bahía de San Lorenzo, desde la Atalaya a la Providencia para contemplar la evolución de las aeronaves. ¿Qué pasó entonces? Que algunas de los aviones carecían de permiso de vuelo. Hay ciertos acontecimientos que parecen tener bula y estos vuelos de festival parecen tenerlo. Un piadoso manto de silencio, todo lo más alguna mínima mención en un renglón, parece haber cubierto el fiasco. Ni un titular, quizás un destacado, cuatro palabras en la radio. Pero un fiasco en toda regla.

¿Cómo es que los organizadores anuncian la presencia de ciertos aparatos sin contar todavía con el correspondiente permiso de vuelo. Se trata de una frivolidad y de una grave irresponsabilidad, cuando menos. El mandamás de la organización declaró estar decepcionado, como si la responsabilidad fuera de otros, cuando es suya totalmente. Ahora bien, si eres un diletante que te crees con derecho celestial para cualquier cosa y te metes a organizar algo, es posible que pienses que puedes olvidarte de seguridades públicas o de los tiempos de las burocracias administrativas porque otros te sacarán las castañas del fuego. Quizás alguien esté acostumbrado a eso. Es de esperar que, al no haberse completado el programa previsto, tampoco la subvención municipal otorgada se pague al completo: es lo justo que viene al caso.

Por lo demás, en espera de las previstas -y no por repetidas, menos sorprendentes- emociones de la sexagésima edición de la Feria de Muestras, ahí tenemos, alicaído, el festival atlántico, que se ha quedado algo más pobre y renqueante que en ocasiones anteriores si ello era posible: va camino de la inexorable extinción, hasta que alguien de le ocurra la gloriosa espuma de otra actividad que entretenga las dos semanas largas que transcurren entre el final de la «Semana negra» y el inicio de la FIDMA.

Dar con una idea feliz requiere ensayo y error. Lo malo es perseverar en este último. No significa problema alguno dar por finiquitada una actividad que, cueste lo que cueste, siempre será cara porque no cumple con las funciones para las que fue prevista. Dan un poco de pena, bajo sus carpas, algunos de los puestos de municipalidades llegadas de fuera. Probablemente les habrán vendido una moto de gran cilindrada y, al llegar, se han encontrado con una vieja bicicleta medio desvencijada.

Esperemos que la idea surja pronto para mejorar durante estas semanas los atractivos de la ciudad, por un lado, y para finiquitar una ocurrencia tan peregrina como la del setentero flautista de Hamelin a golpe de bote de «Colón».

En camiseta

Las camisetas con alegres estampaciones, como las bicicletas de aquella formidable obra de Fernando Fernán Gómez, son para el verano. Pero no parece que sean muy propias para ser lucidas en el Congreso, en donde algunas de sus señorías modernas lo encuentran adecuadísimo. En lugar de que su mensaje quede patente, lo que dejan claro es su mal gusto y su pizca de falta de respeto, poniendo un toque lumpen en el recinto que es la expresión mayor de la representación popular. Cierto es que algunos ocupantes, de entre los más airados, ya lucieron camisetas con mensaje en ciertas ocasiones en la tribuna de invitados, pero no estábamos acostumbrados, hasta el pasado enero, cuando se inauguró la breve legislatura anterior, a estas expresiones de falta de respeto o mal gusto que, aunque son sensaciones obviamente subjetivas, quedan dentro del terreno de la legalidad. Ya alguna que otra formación política, esporádicamente en algún pleno, lució camiseta con mensaje, pero bajo su ropaje habitual, como de tapadillo, o sacó algún cartelito, lo cual hacía a aquellos próceres más bien representantes de la impotencia de su minoría numérica que otra cosa. Y así también los actuales lucimientos camisetiles: no llegamos a un número suficiente de diputados para gobernar, ni tan siquiera somos líderes de la oposición, pero aquí queda el mensaje en nuestra camiseta. Estas patéticas comparecencias son más bien la expresión de un ridículo que una reivindicación.

Aquí en nuestro pueblo, y en la provincia, hay representantes que comparecen en camiseta, con o sin mensaje, en las sesiones plenarias de los órganos representativos, ya sean ayuntamientos o parlamento regional, proporcionando igual sensación desagradable y de ataque al respeto que merece el órgano representativo correspondiente que los diputados o senadores.

Quizás en un futuro, la costumbre, que a fin de cuentas es la que termina por marcar etiquetas, protocolos y comportamientos, haga normal las camisetas en parlamentos y plenos municipales. De momento son simplemente la expresión, más que de una reivindicación, de un desaliño desagradable. Tampoco es que se exija a nadie que vaya ataviado como caballero o dama dieciochesco, sino más bien con una menor dejadez en el atuendo. Al fin y al cabo, al comparecer en camiseta, se está lanzando un mensaje a la sociedad. Habrá quien se quede tan tranquilo, pero habrá una parte de la ciudadanía que sienta un cierto desasosiego al constatar el poco respeto que algunos representantes públicos sienten por ellos.

Porque, independientemente de quienes sean sus votantes, una vez aceptado el cargo, se convierten en representantes de todos, lo cual indica que les importa un rábano el resto, salvo aquellos que han votado por ellos. Y eso son otros lópeces: además de una falta de respeto indica un cierto aire totalitario, el de quien no siente ningún respeto por la opinión de los demás y de ahí a otros pensamientos más siniestros sobre sus intenciones acerca de la organización de la convivencia.

Lejos de ser una cuestión baladí, o de moda indumentaria, la comparecencia hoy por hoy en camiseta de un representante público en una sesión de órgano representativo dice algo acerca de sus intenciones y lo que se adivina es ciertamente intranquilizador: imposición de unas determinadas costumbres diferentes de las naturales aceptadas por una mayoría social: ya se vio en otros momentos históricos. Alguna famosa revolución puso de moda a los «sans-culottes» y terminó por imponerse el pantalón largo, pero aquel momento fue una forma de indicar otras cosas. Hoy, las camisetas, es de temer que indiquen lo contrario a lo que pretendían expresar aquellos «sans-culottes» franceses revolucionarios, en lugar de una apertura democrática, un cierre a la libertad ciudadana, una vuelta a valores que acercan más a un totalitarismo más cercano al tipo soviético. De momento, estamos ante un temor de futuro y una actual sensación desagradable.

Enrique el de La Posada

Uno de estos días atrás hemos dicho adiós a Enrique el de la Posada. El hostelero Enrique García Menéndez se nos fue con setenta y dos años y habiendo disfrutado poco su jubilación. Durante cuatro años y medio, todos los días de lunes a viernes, y muchas veces los domingos, la Posada del Mar, frente a la Escalerona, era mi casa. He de decir que ese tiempo, en el que trabajaba en la radio, justo encima del mesón, fueron, ahora que se ven las cosas con perspectiva, de los más felices de mi vida, a pesar de algún que otro disgusto, o susto, personal. Uno de los motivos que colaboraban a tal bienestar era la seguridad de la buscada rutina de la hora de la comida en la Posada, y de la amabilidad de la familia propietaria, incluida la del hijo Kikín, único hijo, hoy Kike sin diminutivo y actual regente del negocio, digno sucesor de su padre.

Todos los días, a las dos y media de la tarde, bajaba a la Posada, en donde mi mesa ya estaba preparada, cerca del ventanal y junto a la que ocupaban otros comensales habituales: don Fermín García Bernardo y familia. Por el invierno, éramos casi los únicos. En verano, había ocasiones en que la mesa reservada estaba un poco más retirada, porque los visitantes lo llenaban todo y, con calor o sin él, se animaban a probar la fabada que, humeante, salía de la cocina, preparada Teresa, su esposa.

De Enrique el de la Posada nos queda su amabilidad, la tranquilidad que transmitía, nunca una palabra más alta que otra ni hablar en público mal de nadie. Auténtica profesionalidad que, ahora, en tantos establecimientos echamos tanto de menos. Se fue Kike el de la Posada y nos dejó una sensación de los años que se fueron, vividos con intensidad y con una pausa rápida de respiro cuando de los estudios radiofónicos bajábamos hasta su casa. A veces, también, para trasegar rapidito un café con algún compañero de la radio, mesas aptas algunas mañanas o tardes para los desahogos o las confidencias. Y llegado aquí, el recuerdo de otro compañero y amigo que se nos fue: Paco Seijo, con quien alguno de esos momentos de hablar bajito compatí.

Hay un tiempo en el que te acostumbras a un lugar que se convierte en tan familiar que acabas teniendo como tuyo. Esto pasa muy habitualmente con bares, cafés, restaurantes. Así me ocurrió con La Posada durante un tiempo y entrar por su puerta era como traspasar la de la propia casa. Hasta ciertos lugares tienes como tuyos, aunque bien sepas que estás en un lugar público y que cualquier otro parroquiano puede ocupar «tu mesa» si llega primero, salvo que la reserves con anticipación, claro. Así, en variadas ocasiones, tengo llamado por teléfono a la Posada para asegurarme la mesa del ventanal para la comida del mediodía.

Por las tardes, al fondo, se organizaban partidas de cartas, en un rincón que se quedaba fuera de la vista del exterior, pero que os habituales sabíamos que se formaban, por lo que el café de la tarde tenía un pequeño bullicio de fondo diferente al del resto del día.

Enrique García, el de La Posada, se nos fue pronto y con él, en lo particular, se cierra una parte de lo que fue durante un tiempo la vida de todos los días. Estamos a cada minuto cerrando una etapa y abriendo otra, así son las cosas. Pero hay ocasiones en que un aldabonazo, aunque sea con lustros de retraso, te hace consciente del fin de alguna de esas etapas. Así en esta ocasión.

Desde hace unos años, Kike, el hijo, le ha dado un aire renovado a la Posada, como corresponde para no perder la comba de los tiempos que corren. Ahora, sigo el devenir del restaurante por el Facebook y alguna esporádica visita, no tantas como se merece un lugar que tan buenas horas nos dio y en donde tan bien nos tratan. En fin, nuestro pésame a la familia de Enrique García y nuestro adiós emocionado.

Pequeños abusos

Un considerable número de galardonados con el premio Nobel han firmado un manifiesto en el que se advierte a la organización supuestamente ecologista Greenpeace acerca del peligro de sus campañas en contra de los alimentos transgénicos. Esta asociación transnacional del ecologismo ya es mitad altruismo mitad negocio. Hay miles de voluntarios, sí; pero al tiempo tiene profesionales que trabajan para la organización. Necesitan, por lo tanto, alimentar la caldera de su propia subsistencia con la incesante obtención de fondos, bien de subvenciones de diversos estados, bien de donativos de bienintencionados ciudadanos. Para ello, precisan de campañas de publicidad y de acciones propagandísticas. Algo tiene Greenpeace, una cara oculta, que no es mostrable al gran público y algunas de sus maniobras en la sombra, de conocerse, es probable que merecieran la reprobación del público. De momento, la oposición acientífica de los alimentos transgénicos, que nadie ha demostrado sean perjudiciales para la salud, han merecido la reprobación de más de cien premios Nobel que se han atrevido a pinchar un globo ya demasiado hinchado.

En nuestro pueblo tenemos algún que otro globo de estos que han tomado un tamaño mayor del que pueden soportar los materiales de que están hechos. He ahí, sin ir más lejos, las conocidas como fiestas de «prau». No quieren pagar a la sociedad de autores, la SGAE, o de hacerlo, ya andan rondando al Ayuntamiento para que lo haga a su costa. Al no tratarse de empresas con ánimo de lucro ni, mucho menos, cobrar entrada, las cuotas de la SGAE son relativamente modestas, pero a los organizadores les parece demasiado. El caché de la orquesta de turno que pone el necesario ruido sí lo pagan, pero pretenden que los autores de las piezas que interpretan se queden a dos velas.

Ya hace años que esas veraniegas fiestas nocturnas salpicadas por los alrededores de la urbe han dejado de ser instrumentos para el entretenimiento de la población de los alrededores y se han convertido en una especie de atractivo para la juventud borracha, de tal forma que se ha establecido una especie de competencia entre los organizadores de estos eventos por ver cuál de ellos obtiene mayor número de asistentes. Esto, que puede parecer banal, tiene su importancia, más allá de lo simplemente deportivo: de la asistencia dependen los ingresos del chiringuito de la fiesta, la barra donde se expenden las bebidas alcohólicas y de cuya caja depende la mayor parte de los ingresos que es capaz de obtener la directiva, porque por no existir ya ni papeletas para la rifa de la «xata» se venden entre los vecinos y allegados del lugar.

Los partidos de la oposición se han apuntado con encomiable espíritu populista a la reclamación de los organizadores de fiestas para que el Ayuntamiento se implique en la solución de lo que se considera un problema. Recordemos que estas fiestas repartidas por el concejo ya reciben su pequeña subvención consistorial. Lo que se esconde en realidad bajo el inocente término de «implicación municipal» es que el procomún pague más, guste o no del ruido que hacen los grupos musicales o de la inmoderada ingesta de alcohol.

Alguna de las antaño pintorescas aldeas, ya se han convertido en zonas urbanas y hasta exigen la ocupación de un bien cuidado parque municipal para montar en él sus tenderetes festeros y consideran la negativa un ataque a su querido fiestorro, como si no hubiera en el barrio bares suficientes en donde calmar la necesidad alcohólica del personal.

No, las llamadas fiestas de «prau» ya no tienen nada de lo que pudieran haber sido pongamos hace cuarenta o cincuenta años. Ya la municipalidad, con mejor o peor acierto, organiza sus propios circos; así que si algunos animosos se deciden a organizar por los alrededores alguna fiesta que lo hagan, por favor, a expensas de sus propios recursos sin pretender mordisquear del presupuesto. Y que los diversos opositores municipales se contengan a la hora de pedir cualquier cosa con tal de no quedarse atrás a la hora de quedar bien con todo el mundo. No. El ayuntamiento no está como para meterse a mediador entre las comisiones de fiesta y los autores.