Opiniones peligrosas

Hay un empeño bastante generalizado en arrimar la culpa a la repetición de las elecciones, allá para fines de junio, a las formaciones políticas. Incluso los hay que utilizan gruesas descalificaciones y hablan de vergüenza nacional y cosas por el estilo. Lamento, una vez más no estar de acuerdo con estas opiniones. Si alguien tiene la responsabilidad de la actual situación política son los electores del pasado 20 de diciembre: ellos fueron los que con su papeletas decidieron la atomización del Congreso de los Diputados. Muchos de esos electores no incluían entre sus deseos que las siglas en las que depositaron su confianza llegaran a un apaño con las de sus oponentes. Se vota a una fuerza política, por lo general, para que gobierne y, en menor cuantía, para que haga de bisagra. Aquí pasa como cuando un equipo de fútbol va rematadamente mal, los jugadores no dan pie con bola y, entonces, se echa al entrenador. La explicación, mil veces repetida es que vale más cambiar a uno y es más económico que cargarse a una plantilla completa. Aquí, por halagar al cuerpo electoral, consumidor al fin de las tertulias mediáticas, los comentaristas se ceban sobre los partidos políticos, víctimas de las decisiones del cuerpo electoral al completo.

En teoría, se vota a unos candidatos en concreto porque su programa es el que más convence. Es casi seguro que si un par de legislaturas se diera algún tipo de coalición gubernamental, comenzaríamos a hablar de pasteleo y de que la «clase política» tragaba con cualquier cosa con tal de mantenerse en el poder: ahí tenemos el caso italiano. Aquí ahora está de moda ponerlo de ejemplo y, sin embargo, en aquel país están hartos de lo que llaman, como poco, componendas con tal de alcanzar el poder.

En nuestro pueblo, sin ir más lejos, se mira con desaprobación a una formación como los de Podemos que, diciéndose estar con los de abajo, que viene a ser como proclamarse de izquierdas, promovió con su abstención la formación de un gobierno municipal de la derecha.

Hay confusión de sentimientos con esto de que haya que repetir unas elecciones a escasos cinco meses de las anteriores. Parece que no gusta, pero las muestras estadísticas apuntan a que, escaño arriba o abajo, se repetirán probablemente los resultados del recién pasado invierno, con lo que volveremos a oír a los comentaristas la matraca que la ciudadanía «ha votado que los partidos se pongan de acuerdo para gobernar». También es más que posible que, de alguna forma, varias siglas se pongan de acuerdo para formar gobierno. Escucharemos entonces a los sesudos tertuliano habituales hablar de las debilidades de la nueva coalición y nos presagiarán su rápida desintegración o, cuando menos, la pronta aparición de serias desavenencias que harán imposible la gobernabilidad de estado.

El signo de estos tiempos es, por tanto, proclamar públicamente el descontento con que existan órganos de gobierno, algo así como que con un cuerpo de funcionarios, y pocos, dotados de potentes medios informáticos bastaría para llevar las cosas públicas. Ni tan siquiera se discute acerca de la forma del Estado, tal es la situación de abulia actual. De ello se colige que estamos en las condiciones idóneas para que llegue un listo, o grupo de listos, que se hagan con las riendas del poder y actúen con modos totalitarios.

De momento, uno más atrevido creído de sí mismo que los demás ya ha osado decir que la propiedad privada de los medios de comunicación no debería estar en manos privadas y que lo ideal sería que fueran de propiedad estatal. Eso, que es teoría fascista, se ha tomado como una cosa aparentemente normal y hasta hemos visto opiniones de algunos profesionales de la información que lo han justificado y una mayoría que no ha puesto el grito en el cielo.

Proclamar el desprestigio de las instituciones políticas básicas, como indudablemente son los partidos, es garantía de que peligran muchas libertades de las que ahora disfrutamos; por eso tal tipo de opiniones, las que denigran el sistema de partidos, llevan consigo una alarmante carga de peligro social.

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