Un cierto desgobierno

Ya solamente nos queda por superar la pringue del festival sidrero y las hijuelas en el barrio alto de los Remedios y la Soledad para terminar con la inmensidad del horror ruidoso y el hedor chigrero en las calles y entraremos, por fin, en el mesurado y señorial otoño. Ya no encontraremos por las calles o repantingados en una terraza en medio de la calle a sudorosos sujetos en camiseta de tirantes y bañador como si tal cosa. Volveremos a ser un respetable poblachón cantábrico, con sus cosas y hasta sus pequeñas miserias, pero con su mínimo de dignidad.

Los pijos del regatas o del tenis volverán a sus nidos a frotar sus antenas y dejarán a los honrados ciudadanos las calles, salvo, claro está, el nido que tienen plantado en el ayuntamiento, que de ahí será más difícil la desincrustación, desde donde serán haciendo de las suyas en contra de la mayoría de la gente para su sufrimiento. Se nos dirá que eso curte y puede que sea cierto: había no se qué de sucio o estremecedor el ver en medio del palco del Molinón, este día del empate contra el Madrid, a la caritativa cirujana, feliz como una perdiz y mostrándose sin rebozo ni complejo alguno como si de verdad, y no tan solo nominalmente, fuese alguna clase de primera autoridad.

Este segundo mandato parece ser el de la falta de vergüenza, en donde el abandono de los barrios periféricos o los más desfavorecidos es más flagrante, pero en donde impera el mayor cinismo. Es como si fuera una campaña electoral cotidiana, liberada de las ataduras casquistas es más ella, porque el antiguo prócer cada vez manda menos, puede hacer menos daño y ya casi ni consejos remite, preocupado un poquito –y no mucho– por sus propias cosas de ingeniero caminero como los trenes, por ejemplo.

Que el Piles o el canal del Molino están perdidos, no importa, ya se arreglará, enseguida alguien se ocupará de ello, aunque hayan pasado meses de incuria. Que un barrio como el Nuevo Roces tiene problemas de accesibilidad, no hay problema, los servicios técnicos están en pleno estudio de las soluciones. Que una tras otra se pierden sentencias de los integrantes de los planes de empleo, tranquilos, para el año que viene ya hay preparada una comisión de estudio. Y así, con cualquiera de los problemas que surgen en nuestro pueblo, esta querida villa marinera.

Un pueblo, este nuestro, que echará de menos a uno de sus vecinos más cabales, Mariano López Santiago, que fuera secretario municipal y que se nos ha ido sin estridencias. Los suyos, a quienes participamos nuestro pesar por la pérdida le echarán de menos y aquí echaremos en falta sus ponderadas críticas teatrales o sus inteligentes e irónicos apuntes a pie de calle. Sí, con la desaparición del antiguo primer funcionario municipal somos un poco menos Gijón. En su época, comenzaron a dar por la tele los plenos y allí, sentado en la presidencia, a la diestra del entonces alcalde, Álvarez Areces, sin hablar –porque en raras ocasiones se manifestaba, ya que los expedientes llegaban al Pleno bien preparados y visados– proporcionaba la tranquilidad que da el saber que la, en tantas ocasiones, complejidad burocrática estaba perfectamente domeñada.

Se nos van referentes ciudadanos y nos queda un poso de cierto desasosiego, como si estuviéramos embarcados en una nave sin mando, aunque la oposición lo venga avisando. Entraremos en un otoño menos ruidoso y pringoso, pero con una tarea municipal ardua: con seguir que este despegado y minoritario gobierno municipal dé señales de vida más allá que la de figurar en los palcos y ponerse en las fotos para los acontecimientos.

Hay buenos funcionarios, como fue tan excelente el recién desaparecido López Santiago, pero no hay gobierno municipal que pueda recibir tal nombre y que marque las directrices más allá que aquellas exigidas para su propia supervivencia.

Dudosos festejos a superar

Con los años, ha ido uno perdiendo no ya la afición, sino la simple tolerancia por las corridas de toros. Hace lustros que no asisto a uno de estos espectáculos y su recuerdo cada vez se me hace más doloroso. He llegado a no comprender cómo se puede hallar regocijo en la tortura pública y sistemática, e incluso reglada, de un animal, animada con música y, para colmo, ver arte en ello. La cosa dice muy poco del grado de civilización de una sociedad por más que lo intentemos investir de arte, aunque no cabe duda de que se trata de una manifestación cultural, pero en negativo, ya que indica la falta de sensibilidad de una parte de la sociedad en donde tienen lugar estos tristes espectáculos. Así que no me resulta extraño que haya quien se manifieste en contra de que se repitan en nuestro pueblo estos bárbaros festejos, aunque deploro que la cosa haya terminado con insultos a los asistentes a la plaza porque, sin duda alguna, viene a ser otra manifestación de violencia que sólo sirve para proporcionar argumentos a la parte contraria.

Lo tenemos muy fácil por aquí para vernos libres de los toros en nuestra villa marinera. Toca renovar el contrato para la próxima temporada y bastaría una mayoría en el pleno municipal para no publicar de nuevo pliego de concurso alguno a la par que, por idéntico medio, proclamar a la ciudad libre de toros y, de paso, de otros espectáculos circenses con animales salvajes en cautividad.

El único grupo municipal que ya ha demostrado hasta ahora un interés denodado por el bárbaro espectáculo es el PP y, por el contrario, han manifestado su más rotundo rechazo los de IU y la marca local de Podemos. No han dicho nada PSOE, Foro y Ciudadanos, aunque la organización de los jóvenes socialistas sí se ha manifestado en contra, por lo que no estaría nada mal que sus mayores dieran un paso adelante en el mismo sentido, lográndose así una mayoría que diera al traste con los toros en esta villa tan jovellanista que, son embargo, prefiere olvidar cómo el prócer local, ya en su tiempo, solicitaba la supresión de este tipo de crueles festejos.

Han desaparecido otras inconvenientes tradiciones en aras de una sociedad más civilizada: por ejemplo se suprimieron los autos de fe en donde se quemaba o sometía a escarnio a disidentes religiosos y nadie lo echa en falta. Ni tampoco se aplica la pena de muerte ni en público ni en privado, como fue acendrada costumbre, es decir, las sociedades cambian sus costumbres y eliminan de entre sus prácticas aquellas que repugnan a la sensibilidad. Pues los toros son precisamente eso: una muestra de insensibilidad al convertir la tortura, el dolor y la muerte en espectáculo.

Unos cuantos profesionales de este espectáculo infame andan últimamente metidos en declaraciones en las que vienen a proclamar que se sienten acosados. No es de extrañar, porque lo están. Ganaderos de bravo, toreros y demás participantes a título de lucro en esta barbarie ya notan la creciente presión social en pro de la supresión de aquello que es su modo de vida y es lógico que se rebelen contra ello, pero es inevitable. Los festejos taurinos están condenados a la desaparición, es cuestión de tiempo y no estaría de más que Gijón no se quedara en el furgón de cola teniendo, como tiene, una oportunidad de oro para figurar entre las ciudades avanzadas en sensibilidad, compasión y civilización.

Ha llegado el momento de dar el paso adelante. No pasará nada. En una ciudad del norte, en donde se dio el paso atrás de volver a “celebrar” una corrida de toros contaron con la presencia, a modo de apoyo, del rey abdicado, aunque el actualmente reinante bien se cuida de asistir a eventos de tan dudoso civismo. Que no tengan miedo los partidos políticos que dudan en aras de conservar un nicho de votos. Sólo un disminuido PP se manifiesta en pro del sostenimiento de unas supuestas esencias patrias y así les va. Así que, adelante y sin falsos temores: sumemos votos plenarios a la causa de la civilización y el futuro. Los más jóvenes lo han entendido perfectamente, porque suprimir los toros en la ciudad es liberarse de un pesado lastre del pasado.

Arreglémonos como podamos

Han devaluado los chinos su renminbi porque ya no les quedaba más remedio: su economía, aunque crece, no lo hace a las velocidades supersónicas que aumentaba hace diez años y sus exportaciones se resentían. Las firmas de lujo, que son las primeras en oler el supuestamente inodoro dinero ya se habían dado cuenta y los más vivos de ellos habían trasladado ya su producción, o estaban haciendo planes para hacerlo, con destino a otros lugares. La rueda del mercado capitalista hace vulnerable hasta a la economía más dirigida en cuanto se mete en su rueda. Ya no son aquellos tiempos en los que nos asustábamos porque los chinos acaparaban toda materia prima y hasta acaparaban, no ya los minerales, sino hasta la chatarra, de manera que descompensaba el mercado de forma temible. Hoy, la demanda de materias primas, se quejan los expertos, ha descendido y ello hace saltar las alarmas.

Mientras esto sucede, los peculiares dirigentes portuarios gijoneses, desde sus siempre abrigadas covachas muselinas, nos anuncian un crecimiento en torno a un veinticinco por ciento, del en el periodo de 2011 a 2014, frente al poco más del cinco por ciento que aumentó de media todo el sistema portuario español. Es una forma de explicar los datos por parte de la presidenta portuaria, Rosa Aza, para vender convenientemente su mercancía. Y más que crecerá, esperemos, si los chinos dejan de crecer al ritmo que lo hacían cuando el gran bajón de tráficos en el Musel. Las desgracias de unos son la prosperidad para otros: durante la primera Gran Guerra, la economía subió como un cohete en la neutral España, a la para que británicos, franceses, alemanes o austriacos se dedicaban a destrozarse mutuamente. En estos tiempos de la globalización, que a China no le vaya tan bien como le iba es un pequeño respiro para nuestra debilitada economía.

Entre la desaceleración de la economía china y las desventuras de la vida política y económica griega parece que nos hemos crecido un poco en autoestima económica, aunque sea un pequeño espejismo al que agarrarse para sacar un poco la cabeza del agua y no ahogarnos del todo, porque a punto estamos.

Se mete uno en estos cuentos chinos y fangales económicos porque lo otro que nos queda, aparte de soportar los insufribles ruidos festivos causados por las fiestas del pueblo, y cada vez más de pueblo y encerradas en sí mismas, es contar emocionantes paseos por la Feria de Muestras o anecdotarios similares: la villa y su concejo no dan para más: la política municipal está de vacaciones y de ahí no salimos.

Ni nos ha tocado la suerte de que declaren a esta villa marinera ciudad libre de toros, tal como les ha sucedido a otras urbes más afortunadas, ni tan siquiera se han suprimido los circos con animales, lo cual indica a las claras que estamos bajo un gobierno municipal que no ha alcanzado el grado de civilización conveniente para ser capaz de llevar los asuntos públicos con un mínimo de compasión por los que todavía cree administrados en lugar de ciudadanos sujetos de derechos en vigor y bien reglados.

Y como para el moriyonato somos simples administrados, las cosas entre nosotros se hacen supuestamente para nuestro bienestar, pero sin consultarnos, no vaya a ser que opinemos otra cosa diferente y les estropeemos los planes. Por eso se empeñan tozudamente en guerrillas con otras administraciones, como la regional comandada por el PSOE o la general, llevada por el PP. El caso es estar reñidos con todos y la ciudadanía que se vaya arreglando.

Los 50 años del calamar

Hace cincuenta años que se restableció la costumbre de celebrar en nuestro pueblo una feria de muestras y, así como las nueve ediciones anteriores sufrieron diversos avatares e interrupciones, desde aquella reanudación de los fabulosos años sesenta del siglo XX no han tenido interrupción en su serie y, unido indisolublemente a la Feria de Muestras de Asturias, el puesto –ahora son varios– de venta de bocadillos de calamares fritos. Hay otras especialidades gastronómicas, muchas de ellas de origen porcino en sus múltiples variantes, como puedan ser derivados lácteos en forma de tartas, helados y otras golosinas que, a lo largo de este medio siglo, han ido conformando una tradición de consumo entre el numeroso público asistente al evento.

Ahora, esta tradición, ya no es objeto de crítica o chanza, como lo fue hace unos lustros. El bocadillo de calamares era el paradigma de la inutilidad de lo que, ya sumergidos en el mundo de los acrónimos, se convirtió en FIDMA para, más prácticamente, ir quedándose en Feria a secas. Cuando algo traspasa el tiempo, como lo ha logrado el calamar ferial, se convierte en una tradición y es aceptado por todos como si tal cosa: como lo consiguió la Feria misma. Ya nadie hace comparaciones entre los pabellones de un tipo o los de otro. Poco importa que hayan cambiado los tiempos y ciertos pabellones de las grandes empresas públicas hayan desaparecido del recinto, entre otras cosas porque ya no quedan empresas públicas.

Lo que ahora hay en la Feria de Muestras es lo que hay, lo que somos empresarialmente en Asturias. Y el mapa ha cambiado en estos diez lustros de forma muy significativa: quedan los calamares los muebles, los coches y los entidades bancarias, sí; pero hasta un buen día desapareció del mapa hasta el recinto dedicado al ayuntamiento de Oviedo, bien que la capital del Principado siga en su sitio, pero no en la celebración comercial del verano asturiano, como si la muy ilustrada Vetusta se hubiera ensimismado.

Antes, parecía que faltaba la alegría si no había inauguración sin ministro, ¡qué tiempos aquellos! Pero, desde la aparición del régimen autonómico, la costumbre decayó y las presencias ministeriales menudearon para convertir al Presidente del Principado en estrella principal del acto inaugural. Tras la sesión de discursos era costumbre obligada la realización de las autoridades presentes de un paseo por el recinto ferial, taurinamente denominado como “paseíllo”, pero que se demoraba durante horas. De un tiempo a esta parte el paseíllo se celebra otro día y, para colmo ya más reciente, se hacen dos: uno con el Presidente asturiano y otro con la caritativa cirujana, a la sazón alcaldesa forista, que se ha mostrado celosa del protagonismo presidencial y le hace ilusión figurar como primera autoridad en todo su esplendor sin que nadie le haga sombra.

Precisamente uno de estos días atrás, se ha comenzado a mentar acerca de la jubilación de Álvaro Muñiz, director del evento, uno de los directivos camerales que lleva más de treinta años en la Cámara de Comercio gijonesa y que supo recoger el testigo de Pedro García-Rendueles, el director que puso en marcha este verdadero acontecimiento comercial en unos tiempos ciertamente muy diferentes y, por motivos políticos, tan poco recomendables, mas en lo personal, porque eran tiempos de la infancia, tan entrañablemente añorados.

Yo, como tantos, vi nacer la feria del bocata de calamares allí donde el edificio de la Escuela de Peritos que ya ni existe y ahora es un solar. Y asistí a su traslado a la tribunona del Molinón y aledaños y su salto al otro lado del Piles, donde ahora la encontramos con sus pabellones y su Palacio de Congresos. Una feria a la que no le falta de nada para que el público pase una jornada entretenida y para que otros, y es algo que se ve menos, cierren negocios.

Cincuenta años. Y eso que decían que era la misma feria del bocata de siempre sin motivo práctico alguno. Aunque fuera para reafirmar la permanencia y el deseo de salir adelante de una ciudad. De una región, y sus habitantes ya tendría utilidad y sentido.