Como es tradición

Lo peor de este tiempo del año, en el que los buenos deseos a fecha fija se hacen casi obligatorios, es que si uno no se suma al barullo y, por lo menos, no aparenta haberse convertido en una especie de saco relleno de buenos deseos para todos, queda muy mal y como persona desabrida. Pues lo siento, pero no me sumo a la supuesta algarabía general: me quedo como estaba hace un mes o como, si el futuro no tiene previsto otro destino, estaré dentro de un mes. A los que no celebramos especialmente estas saturnales se nos añade el inconveniente de tener que soportar la parte pública con que la administración local del lugar pretende obsequiarnos y así, las luces colgantes en las calles, los desfiles de reyes magos, los belenes de todo pelaje y condición lo único que consiguen es cargarnos un poco más de lo habitual.

Qué decir de las ofertas comerciales, de la costumbre social del intercambio de regalos entre familiares y amistades, del consumo desatado y demás violencias contra el sentido común que se perpetran en masa durante estos días.

A lo ya expuesto se añaden, en algunos casos particulares como el nuestro, las insoportables y en tantos casos hipócritas salmodias de tipo religioso que se nos cuelan por todas las rendijas sin conmiseración.

Aquí hay para todos, porque también los medios de comunicación nos dejamos llevar por la riada: las televisiones y las radios hacen programas especiales y hasta los periódicos hay dos días que se permiten el lujo de no salir a la calle, con el aviso el día anterior de una notita en la que se advierte de tal circunstancia y donde se suele colar la expresión “como es tradición”. Y he aquí lo más terrible de todo: se trata de una tradición, de una costumbre social arraigada: celada en la que la mayor parte de la gente caemos sin remedio, arrastrados por la corriente general.

 

Las fiestas navideñas deberían ser voluntarias y no se deberían destinar recursos públicos a ninguno de sus fastos, pero no hay más remedio, como parece que no lo hay para los sentimientos futboleros. A la buena marcha deportiva se une lo que parece un cambio en la propiedad mayoritaria de la sociedad anónima deportiva o, por lo menos, todo apunta a ello. Resulta curioso que haya unos cuantos que prefieran un desconocido e impersonal y corporativo dueño inglés, en forma de fondo de inversión o similar, a un señor de Gijón. Son cosas que suelen tener que ver con un sentimiento muy feo, el de la envidia.

De momento, nadie se ha parado a pensar en cómo están floreciendo en la Europa comunitaria los negocios de apuestas, sobremanera deportivas, y cómo ciertos negocios del sector están tomando posiciones, poquito a poco –comenzando desde abajo– para no meter mucho miedo y que el público acepte como cosa natural lo más antinatural del mundo, de tal forma que los deportes de masas conviertan sus competiciones en algo tan artificial como aquellos pretéritos combates de lucha libre.

Se creería, conocidas las enormes cantidades de dinero que mueven los derechos televisivos, que las propiedades de los equipos deportivos de masas estarían unidos al mundo de la comunicación, pero ya le vamos viendo la oreja al lobo de las grandes apuestas y de quienes tienen puestos en ellas grandes intereses. En este sentido, seremos una pequeña parte, una esquinita, de un experimento mayor. ¡Qué susto se van a llevar algunos de los que ahora sueñan con propiedades colectivas y demás zarandajas! Algunos se darán cuenta de la futilidad de sus actividades de hogaño y echarán de menos la situación actual. Tendrán que fastidiarse, porque lo que venga actuará como transnacional sin un ápice de sentimiento y con una resistencia notable hacia la presión. Lo más probable es que se juegue con los sentimientos de los aficionados, a golpe de labor de zapa comunicativa, y aquí paz y después gloria.