Adiós «Il Pomodoro», adiós

Nos han cerrado uno de los italianos del barrio, a la sombra de la plaza Mayor. Es una faena, claro, aunque el matrimonio que regentaba la agradable pizzería también tiene derecho a su merecida jubilación: toda una vida en la hostelería y hasta con sus años de emigración. Pero, personalmente, significa la desaparición de un refugio en el que cada siete días, casi ya un rito, me reunía a cenar con un amigo para darle un repaso a la semana.

Un establecimiento, eran otros tiempos, en el que escuchabas con atención confidencias edilicias de esas que no se pueden contar, pero que ayudan a interpretar la realidad. Ahora no hacen falta las confidencias de concejal alguno porque no hay realidad a interpretar que valga. La mediocridad en la que está sumido desde hace poco más de tres años este ayuntamiento, desyuntado por mor de la gente de Cascos, provoca que no sean los hechos lo que haya de ser interpretado, sino la ausencia de ellos. ¿Cómo encontrar explicación a la nada? Solamente chascarrillos o cotilleos, menudencias de rostro feo, como la subvención al periodo vacacional de un anciano economista de rostro político falangista por instrucciones del divino y amado líder y poca cosa más a destacar. Importan más los sesenta mil del ala para el recreo residencial de Velarde que la política y las acciones consistoriales puestas en marcha en materias como servicios sociales o empleo.

Cerró con las últimas cenas de este último domingo de agosto sus puertas «Il Pomodoro», en el inicio de la gijonesa calle de la Trinidad, y nos dejó huérfanos a unos cuantos. Hubo un tiempo en que el establecimiento se convirtió en el mentidero municipal: allí quedaban en muchas ocasiones a contarse sus cosas en extenso concejales y periodistas, a la vista de todos, y de las que terminaban por nacer reportajes o informaciones. Ahora, tiempos de otras formas y modos, el gobierno municipal tiene su hoja volandera de cabecera que publica, como si del boletín oficial se tratara, la propaganda –que no la información– municipal, tantas veces dictada por un orate desde algún escondido despacho en Vetusta. Ya no hace falta un acomodado menú a la italiana: ahora, toca el dictado al medio comprado y punto, se acabó aquello del sano flujo informativo entre poder municipal y medios establecidos en la localidad.

También hubo durante cierto tiempo en el fenecido «ristorante» una tertulia semanal portuaria a la hora de la comida: si se sabía aprovechar la ocasión, también de ahí podía salir o tomar el hilo de alguna interesante historia de barcos, estibas, consignas o fletes. Un lugar interesante, en fin, que últimamente había perdido el aura de la confidencia de lo público para convertirse en el lugar de las conversaciones que se quedaban y extinguían en el ámbito de lo privado, sin, por supuesto, desmerecer un ápice su cocina de italiano de siempre, aunque sus propietarios fueran bien españoles, pasados por Suiza, eso sí.

Habrá que buscar otro lugar para los encuentros semanales, habrá que recordar aquellos días sin ira, pero con sus siempre inesperadas emociones, y habrá que emigrar para contarse las planas novedades de estas horas. Porque, eso sí, lo que aparece como nuevo lo hace velado con una pátina sin sustancia que quita toda la emoción a los descubrimientos. Hasta las novedades sobre pequeñas corruptelas o señoras corrupciones llegan con una etiqueta «vintage» y su aire «déjà vu», de algo que ya está superado. En esta villa, en espera de no sabemos qué, estamos en el convencimiento que este periodo sin ilusión por nada, donde las cosas se extinguen con estruendosos silencios tanto en el ámbito de lo público como de lo privado, sin que encuentren sustitución, terminará allá por la primavera que viene y que entonces volverá a haber cosas que contar, confidencias que obtener de algún concejal para terminar convirtiéndolas en noticias que importen a la gente, volverá la alegría a una ciudad que siempre lo ha sido y que ha sabido contagiarla y no vivir a costa de las alegrías del pasado. Cuánto daño infligido a una ciudadanía por mor de la inoperancia, la mediocridad y –por qué no decirlo– su punto de maldad.